La pandemia nos ha puesto en jaque, es obvio decirlo. Para luchar en contra de ella hay que unirnos, pero la forma de hacerlo es paradójica: nos tenemos que separar. Somos un ejército diseminado en nuestra soledad y para ser solidarios, estamos obligados a abstraernos del prójimo.
Muchas cosas se transformarán y otras, quizás las más, sigan con la inercia del pasado que se resiste a ser de maneras diferentes. Los intereses están más briosos que nunca y es normal, su modo de vida está en riesgo.
Quizás nos toquemos menos y nos miremos más a menudo en las computadoras, debemos aprender a ser en las pantallas. Y claro, la economía será nuestra piedra de Sísifo, una que no deja de caer y siempre hay que levantar. Además, nos tenemos acostumbrar a un gobierno que se comienza a aficionar a los decretos.
Pero la experiencia personal ha sido profunda. Más allá de los insomnios, preocupaciones y angustias, la incertidumbre ahorca. No mata, es cierto, pero modifica las costumbres y cuestiona las convicciones.
Y el predicamento nuestro está entre insistir en el pasado y las formas conocidas o abrazar los cambios como la nueva realidad. ¿Qué tanto nos aferramos a quienes éramos? No me refiero a medidas de seguridad y distanciamiento, sino a la profundidad de quien mira esta época como un viraje hacia otro lado. Uno que no vemos hoy. Así, incierto.
No sabemos qué tan novedosa será esa nueva realidad. Tendremos que ir sorteando con los días maneras diferentes de ofrecernos al prójimo y quizás nos tengamos que hacer a la costumbre de un estado de encierro itinerante. Algunos asumirán mayores libertades, bajo la idea de un sentido más pleno de vida.
En el fondo, será una enorme derrota si nuestro interior no se transforma y una gran pérdida que la visión propia sea la misma. Es ahí en donde está el cambio, en la manera en que nos veamos en el otro y nos miremos como parte de todo.