El fondo y la polémica por la consulta sobre el Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México no es si preguntar a la población es correcto, bajo la certeza de los tecnicismos aeronáuticos, medioambientales, financieros y geológicos que involucra la obra. Es evidente que la enorme mayoría de ciudadanos no sabemos de esos temas. El argumento se podría reducir al extremo de que no sabemos casi nada, que también sería correcto. Se trata en cambio de una concepción de la democracia. Es decir, ¿cuándo es adecuado consultar a los ciudadanos y sobre qué temas? Dicho de otra forma, el acento no es qué se nos pregunta y cómo se hace, sino por qué se nos está preguntando.
Hay quienes defienden la consulta, obviando su complejidad, de manera ignorante o mal intencionada. Por ejemplo, decir que la oposición a la consulta es un planteamiento elitista. Hay otros que refieren que el populismo no es necesariamente antidemocrático y que estamos ante un nuevo régimen político. Sin embargo, el argumento más sensible por sus consecuencias es aquel que se refiere a que los antecedentes de la gestión pública de las últimas décadas han sido tan malos que ahora corresponde recurrir a la sociedad para tomar decisiones. Lo que lleva a la estéril discusión sobre si el pueblo se equivoca o no.
Otra cosa es cuestionar si los elementos técnicos (concepto que distancia a la sociedad de lo político) es un argumento suficiente para excluir a los ciudadanos de la toma de decisiones. El tecnicismo es un terreno movedizo, porque más allá de cuestiones meramente políticas -e incluso esas- todo puede tener un alto grado de conocimientos especializados, lo que haría imposible recurrir a la sociedad para la toma de decisiones. También es distinto el argumento sobre la afectación directa a la población residente. Este sería el caso de la consulta que se debe realizar en términos del Convenio 169 de la OIT a comunidades indígenas. Pero esa es otra historia.
El planteamiento de la consulta popular pone sobre la mesa dos concepciones de la democracia: la directa o participativa y la representativa. En esta discusión es fácil preferir la participación directa. Argumentos hay muchos, como la distancia que existe entre representantes y representados o la responsabilidad del ciudadano en la toma de decisiones. El argumento más socorrido es que favorece a la democracia, en tanto que la gente es la que al final decide. Aunque vale aclarar que las mayorías también pueden atentar, con o sin conocimiento de causa, contra las instituciones propiamente democráticas.
Del otro lado, la representación democrática -hoy tan resquebrajada- es más difícil de defender, por las mismas razones que es fácil adoptar una postura a favor de la democracia directa. Es decir, en efecto hay distancia, desinterés, ineficacia, alejamiento, irresponsabilidad pasiva y activa, por parte de los representantes.
La representación parte de un mandato democrático-electoral, en el que quien la ostenta, debe velar por los intereses de los representados, lo hayan o no elegido. Pero es común que se olvide que el mandato implica también gobernar no sólo en nombre de la sociedad, sino sobre ella. Dice Giovanni Sartori que “representan al pueblo pero deben también gobernar sobre el pueblo”. No se puede omitir que, al mismo tiempo de representar al pueblo, se gobierna al pueblo (ya sea como acto de gobierno en sí mismo, en el ejercicio de la administración pública e incluso la función legislativa).
Puede ser que en la ejecución del mandato se confunda el acto de representar con el de gobernar, pero es un hecho que se trata de una diferencia sustancial que tiene diferencias importantes. Lo óptimo sería que corran paralelas y que en el ejercicio de gobierno se represente. Pero sucede que la representación es general como causa y el gobierno tiende a ser específico en su materialización como consecuencia. Es decir, aun y cuando el acto de gobernar debe velar por el interés general, el ejercicio del poder público es un acto de autoridad cuyas premisas son más complejas que la mera representación.
La esencia de la discusión es si hay ciertos temas en los que la sociedad deba de sustituir a los representantes para la toma de decisiones. Es un línea delgada, porque en ello el mandato en sí mismo pierde sentido. Es decir, recurrir a la gente puede implicar “decidir no decidir”. Un gobernante por definición no puede decidir no-gobernar o no-ejercer autoridad. Se podrá argumentar que su decisión es que el pueblo se pronuncie. Sí, pero ¿bajo qué sustento se fundamentará la decisión popular? La democracia, responderán algunos. Y, está bien, solo en la medida en que esa no-decisión no consista en no-gobernar.
El Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México es un acto de gobierno cuya racionalidad debe sostener el interés general. Se basa en elementos técnicos muy complejos para la enorme mayoría, respecto a la construcción y bajo qué modalidades financieras conviene más. Es decir, en un caso como este, no es adecuada ni pertinente una consulta popular. En su caso, sólo deberían preguntar a las personas directamente afectadas.
Todo parece indicar que apelar al pueblo será una nueva forma de gobernar. Está bien, si se trata de consultar a la gente sobre cuestiones que les afecte de manera directa en su esfera de derechos, como en el caso de las comunidades indígenas. Lo demás es demagogia.
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