Por Gonzalo Sánchez de Tagle
El debate presidencial del domingo 20 de mayo es una confirmación que los debates no existen para contrastar ideas complejas. Es evidente que en un par de minutos no se puede elaborar un diagnóstico razonable y proponer alternativas de solución a problemas nacionales complejos.
Un debate es más bien una comparación de habilidades y temple. Aun y cuando no sea el espacio pertinente para presentar propuestas complicadas, los contendientes deben sostener un balance entre conocimiento preciso de los temas que se discuten, capacidad de síntesis y condiciones de ataque y de defensa. El debate es un equilibrio entre muchas cualidades y circunstancias, que se contrastan entre todos los que contienden. Se evalúa la puesta en escena del candidato.
Hay que reconocerle al Instituto Nacional Electoral, a los moderadores Yuriria Sierra y León Krauze, e incluso a los mismos equipos de campaña, el esfuerzo que realizaron para que el debate no fuera un simple monólogo y, en cambio, propiciar el diálogo y el intercambio de opiniones y expresiones. El tema sin duda es de la mayor importancia: México en el mundo.
Faltaron muchos asuntos importantes como el liderazgo de México en el hemisferio, la relación con Venezuela, Nicaragua o Cuba, cómo diversificar el comercio y atraer inversiones, las opiniones que emiten organismos internacionales hacia México en materia de derechos humanos y su rechazo por parte del gobierno de Peña Nieto, entre otros.
En el debate del día de ayer existieron algunas coincidencias. Todos de alguna u otra manera expresaron que el respeto y la dignidad en las relaciones bilaterales debe prevalecer sobre cualquier otra cosa, sobre todo con Estados Unidos. Además, parece haber un consenso en que la política migratoria de México en la frontera sur debe ser modificada de manera urgente y que Estados Unidos debe asumir responsabilidad compartida en la lucha contra el narcotráfico, de manera particular en el tráfico de armas hacia el sur.
De López Obrador podríamos resumir sus intervenciones en que para que exista, siquiera la premisa de una buena política exterior debe existir una renovación en la política interior. Por eso, fue reiterativo al decir que el problema de México es la corrupción, cuando se le preguntaba, por ejemplo, sobre la importación de maíz.
Es consistente con el diagnóstico que el mismo ha hecho sobre México. Es decir, nada de lo que hagamos hacia el exterior tendrá legitimidad moral sino se resuelve el problema hacia dentro. Sin embargo, se trata de una visión binaria que no reconoce la complejidad de las relaciones internacionales, sustentadas en intereses nacionales. Aun cuando no lo desarrolló, pareciera que existe una propuesta de mayor profundidad en materia de cooperación cuando refirió la alianza por el progreso entre Norte y Centroamérica.
Ricardo Anaya propuso que en la relación con Estados Unidos se deben poner todos los temas sobre la mesa. Ahí, dice, es en donde está nuestra fortaleza. Es decir, mezclar asuntos de cooperación, seguridad, migración, comercio, inversión y otros, en la misma canasta. Además, propuso acudir a instancias multilaterales para presionar a Estados Unidos en la solución de controversias. Sin embargo, la experiencia nos indica lo contrario. Combinar temas cuya lógica no es la misma, como cooperación energética y migración, no necesariamente producen buenos resultados. Más aún, en la mira de lo que hace Trump, bien se puede decir que es precisamente lo que él hace; mezclar temas que no tienen nada que ver con el objetivo de sacar mayor provecho.
José Antonio Meade fue el más técnico. En el caso, por ejemplo, al referirse a los protocolos para evitar el comercio de armas en las aduanas y sobre la realidad del tema migratorio, específicamente al indicar que no se trata de un asunto de instancias multilaterales, sino de acercamientos a gobiernos e instancias locales. Entre otras cosas, consecuente con su experiencia, consideró que el comercio y la inversión son la única manera de cerrar las brechas que él define como norte-sur, hombre-mujer y el que tiene-no tiene. Del Bronco digo nada, porque más allá de proponer la expropiación de Banamex como medida de presión a Estados Unidos y obligar a Andrés Manuel a moverse de su espacio para “abrazar” a los otros candidatos, fue más bien intrascendente.
Sin duda, el formato a quien más incomodó fue a López Obrador. Se le vio arrinconado en su lugar e incluso se podría decir que hastiado y hasta aburrido. Así lo vio él, cuando mendos al inicio, en que dijo que el debate era solo para atacarlo. En cambio, el formato le resultó atractivo a Anaya, que se desplazaba hasta el lugar de Andrés Manuel y al propio Meade. Ambos desenvolvieron con soltura. De los cuatro candidatos el que más cambió respecto al primer debate fue Meade, estuvo menos rígido y con mucha más soltura.
El tema del debate fue de la mayor importancia, México en el Mundo. Como en pocas circunstancias históricas, la política exterior y las relaciones internacionales son y serán para México un punto clave en la gobernabilidad de los próximos años o décadas. Obligaba a los candidatos a decir con claridad su visión de México hacia el exterior. Pudimos ver algunas señales y propuestas, no todas claras.
En cualquier caso, se trató de un ejercicio de confirmación y de reiteración. Se asentaron las personalidades de los contendientes y probablemente el tablero electoral no se modifique sustancialmente. Sin embargo, ejercicios como este develan a quienes participan, porque, aun cuando no hay tiempo para contrastar propuestas y posiciones de fondo, podemos comparar en primera persona, el conocimiento, las habilidades y el temple de los candidatos.
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