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Somos la generación que tiene a la mayor cantidad de información disponible en la historia de la humanidad. Es casi una obviedad, pero la interconexión se ha convertido en un medio de existencia. Datos, ideas y hechos están al alcance inmediato de nuestras vidas. Pero, ¿esta disponibilidad nos hace más humanos, más conscientes?

A diferencia de otras épocas y periodos históricos, no existen enemigos claros y evidentes. Las naciones ya no se confrontan en términos ideológicos y bipolares. Como sí sucedió a lo largo de casi todo el Siglo XX. Ahora, aun y cuando hay adversarios, estos son poco asibles y de difícil definición: el terrorismo o la delincuencia organizada, por ejemplo. Una de las características de nuestra época, sino es que la determinante, es la normalización de la tragedia. 

Para una persona que nació en la década del ochenta, su vida ha estado marcada por ciclos constantes de dramas colectivos. Cosa de pensar que cuando comenzamos a perder la tierna infancia, nos dimos cuenta de una gran crisis económica en el 94, el levantamiento armado del EZLN, el asesinato de un candidato presidencial, el ataque a las Torres Gemelas y sus guerras injustificadas, la guerra contra el narcotráfico, el aumento en los secuestros, asesinatos y desapariciones forzadas, otra crisis internacional en el 2008, más delincuencia organizada, contingencias ambientales, feminicidios, terremotos, huracanes, migración descontrolada, desplazados internos, corrupción e impunidad, y ahora una gran pandemia de la que casi conocemos nada.

Hay mas eventos en esa lista, algunos globales y otros locales. Y habrá quien alegue que siempre ha sido así. Qué la norma en la vida del ser humano es la inestabilidad, salvo en periodos excepcionales de paz y calma generalizada. Pero el caso es que mi generación está marcada por dos hechos incontrovertibles: los tragedias colectivas y la información.

Como nunca antes en la historia, somos partícipes de los hechos. La mayor de las veces testigos silenciosos o simples observadores. Siempre a la espera de que los acontecimientos no nos afecten personalmente. Pero los conocemos, leemos sobre ellos y los discutimos con el acaloramiento propio de quien mira la realidad que lo rodea. Al final, es el mundo que nos corresponde vivir. Con el Coronavirus más aún, porque la propagación invisible afecta directamente nuestras vidas.

La normalización de la tragedia es el signo de nuestra época. El individualismo y la vorágine de información disponible, nos hace indiferentes. Son tantas las calamidades, tan recurrentes los dramas, tan reiterados los sufrimientos, que nos hemos acostumbrado a vivir así. En medio de un torbellino inestable de emociones ajenas. Para indignarse, los hechos tienen que ser realmente excepcionales. Y de tan repetitivos, los dramas se sustituyen los unos a los otros, con velocidad vertiginosa. Tan rápido, como una nueva noticia en un portal digital o una declaración de sensación.

Somos la generación de la información. Pero eso no nos ha hecho más sensibles frente al prójimo que sufre. Incluso nos ha moldeado indiferentes. Sabemos más, pero sentimos menos. Nuestra pulsión son las tragedias que vivimos cada semana. Son tantas, que cada vez nos distanciamos más de la persona que las padece. Por eso, somos también la generación del drama colectivo, de la tragedia de aparador y del sufrimiento noticioso.

Esta crisis quizás pase como un hecho más en nuestro calendario de inestabilidades. Pero por su propia naturaleza, requiere de todos para ser superada. En ello, la reflexión obligada es que en mi humanidad, está la del prójimo. Esta crisis, es también una oportunidad para hacernos conscientes del otro.

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